Iván Ljubetic Vargas, historiador del Centro de Extensión e Investigación Luis Emilio Recabarren, CEILER
Nació en la ciudad de Zamosc, Polonia, el 5 de marzo de 1870. Era muy pequeña cuando su familia se trasladó desde la localidad campesina de Zamosc hacia Varsovia. Allí transcurrió su niñez. Rosa sufrió una enfermedad de la cadera, mal diagnosticada, que la dejó convaleciente durante un año y le produjo una leve cojera que duró toda su vida. Perteneciente a una familia de comerciantes, siente en carne propia el peso de la discriminación, como judía y como polaca en la Polonia parte del imperio zarista.
JOVEN REVOLUCIONARIA
La actividad militante de Rosa comienza a los 15 años, cuando se integra al movimiento socialista. Tenía esa edad cuando varios dirigentes socialistas fueron condenados a morir en la horca, algo que impactó profundamente en la joven estudiante. Cuando cursaba su último año de escuela era ya conocida como políticamente activa. Fue la alumna más sobresaliente en los exámenes finales. Para entonces era militante regular de las células clandestinas del Partido Revolucionario del Proletariado.
Conocedora que la policía la tenía detectada, Rosa salió clandestinamente hacia Zúrich, donde se convirtió en dirigente del movimiento socialista polaco en el exilio. Allí conoció a Leo Jogiches, quien será su amante y compañero personal durante muchos años, y su camarada hasta al final de sus días.
BRILLANTE TEÓRICA MARXISTA
En Zurich, Suiza, estudió economía y derecho. En Basilea contrajo matrimonio con un exiliado socialista alemán y adquirió la nacionalidad alemana. Brillante teórica marxista y polemista aguda, como agitadora de masas lograba conmover a grandes auditorios obreros. Uno de sus lemas favoritos era “primero, la acción”, estaba dotada de una fuerza de voluntad arrolladora. Una mujer que rompió con todos los estereotipos que en la época se esperaban de ella, vivió intensamente su vida personal y política.
Trabajó como periodista y continuó con las actividades políticas. Sobresalió rápidamente por su inteligencia, sus conocimientos y su capacidad. Hablaba once idiomas. Jugó un destacado papel como dirigente de la socialdemocracia, como se denominaban entonces las organizaciones revolucionarias.
CONTRA EL REVISIONISMO DE BERNSTEIN
Después de graduarse como Doctora en Ciencias Políticas -algo inusual para una mujer en ese entonces-, finalmente decidió trasladarse a Alemania para integrarse en el SPD, el centro político de la Segunda Internacional. Allí conoció a Clara Zetkin, con quien selló una amistad que dura toda la vida.
En Berlín desde 1898, Rosa se propuso medir sus armas teóricas con uno de los integrantes de la vieja guardia socialista, Eduard Bernstein, quien había comenzado una revisión profunda del marxismo. Según él, el capitalismo había logrado superar sus crisis y la socialdemocracia podía cosechar victorias en el marco de una democracia parlamentaria que parecía ensancharse crecientemente, sin revoluciones ni lucha de clases. El “debate Bernstein” sumó muchas plumas, sin embargo, fue Rosa Luxemburgo quien desplegó la refutación más aguda en el folleto “Reforma o Revolución”.
EL IMPACTO DE LA REVOLUCIÓN DE 1905
La revolución rusa de 1905, la primera gran explosión social en Europa después de la derrota de la Comuna de París, fue sentida como una bocanada de aire fresco por Rosa Luxemburgo. Escribió artículos y recorrió mítines como vocera de la experiencia rusa en Alemania, hasta que logra introducirse de forma clandestina en Varsovia para participar de forma directa en los acontecimientos. Es el “momento en que la evolución se transforma en revolución”, escribe Rosa. “Estamos viendo la revolución rusa, y seríamos unos asnos si no aprendiéramos de ella.”
La revolución de 1905 abrió importantes debates que dividieron a la socialdemocracia. En esta cuestión, Rosa Luxemburgo coincidía con Lenin, frente a los mencheviques, defendiendo que la clase trabajadora tenía que jugar un papel protagónico en la futura revolución rusa, enfrentada a la burguesía liberal.
CONTRA LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL
Fue una decida opositora a la Primera Mundial. Planteaba, a diferencia de los dirigentes de la Segunda Internacional, que los obreros no debían participar en una guerra llevada a cabo por los gobiernos oligárquicos capitalistas, porque la verdadera lucha estaba entre el capitalismo y el proletariado.
EL GRUPO SPARTAKUS
Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Clara Zetkin y otros revolucionarios fundaron hacia 1916 el movimiento Spartakus. Este grupo, durante la Revolución de 1918 realizó enorme actividad intentando conducir ese movimiento en forma similar a la revolución bolchevique de Rusia. Para ello hizo circular publicaciones marxistas.
En diciembre de 1918, la Liga decidió adherirse a la Internacional Comunista y adoptó el nombre departido Comunista de Alemania (KPD, Kommunistische Partei Deutschlands).
FRENTE A LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE
La revolución rusa de 1917 encontró en Rosa Luxemburgo una firme defensora. Sin dejar de plantear sus diferencias y críticas, sobre el derecho a la autodeterminación o acerca de la relación entre la asamblea constituyente y los mecanismos de la democracia obrera -sobre esta última cuestión cambia de posición después de salir de la cárcel en 1918-, Rosa Luxemburgo escribe que “los bolcheviques representaron todo el honor y la capacidad revolucionaria de que carecía a social democracia occidental. Su Insurrección de Octubre no sólo salvó realmente la Revolución Rusa; también salvó el honor del socialismo internacional.”
Cuando la sacudida de la revolución rusa impacta directamente en Alemania en 1918 con el surgimiento de consejos obreros, la caída del káiser y la proclamación de la República, Rosa aguarda impaciente la posibilidad de participar directamente de ese gran momento de la historia.
COBÁRDEMENTE ASESINADOS
La noche del 15 de enero de 1919 en Berlín, fue detenida Rosa Luxemburgo: una mujer indefensa con cabellos grises, demacrada y exhausta. Una mujer mayor, que aparentaba mucho más de los 48 años que tenía. Uno de los soldados que la rodeaban, le obligó a seguir a empujones, y la multitud burlona y llena de odio que se agolpaba en el vestíbulo del Hotel Eden, la recibió con insultos. Ella alzó su frente ante la multitud y miró a los soldados y a los huéspedes del hotel que se mofaban de ella con sus ojos negros y orgullosos. Y aquellos hombres en sus uniformes desiguales, soldados de la nueva unidad de las tropas de asalto, se sintieron ofendidos por la mirada desdeñosa y casi compasiva de Rosa Luxemburgo.
La insultaron: “Rosita, ahí viene la vieja puta”. Ellos odiaban todo lo que esta mujer había representado en Alemania durante dos décadas: la firme creencia en la idea del socialismo, el feminismo, el antimilitarismo y la oposición a la guerra, que ellos habían perdido en noviembre de 1918. En los días previos los soldados habían aplastado el levantamiento de trabajadores en Berlín. Ahora ellos eran los amos. Y Rosa les había desafiado en su último artículo:
«¡El orden reina en Berlín! ¡Ah! ¡Estúpidos e insensatos verdugos! No os dais cuenta de que vuestro orden está levantado sobre arena. La revolución se erguirá mañana con su victoria y el terror asomará en vuestros rostros al oírle anunciar con todas sus trompetas: ¡Yo fui, yo soy, yo seré!».
La empujaron y golpearon. Rosa se levantó. Para entonces casi habían alcanzado la puerta trasera del hotel. Afuera esperaba un coche lleno de soldados, quienes, según le habían comunicado, la conducirían a la prisión. Uno de los soldados se fue hacia ella levantando su arma y le golpeó en la cabeza con la culata. Ella cayó al suelo. El soldado le propinó un segundo golpe en la sien. El hombre se llamaba Runge.
El rostro de Rosa Luxemburgo chorreaba sangre. Runge obedecía órdenes cuando golpeó a Rosa Luxemburgo. Poco antes él había derribado a Karl Liebknecht con la culata de su fusil. También a él lo habían arrastrado por el vestíbulo del Hotel Eden.
Los soldados levantaron el cuerpo de Rosa. La sangre brotaba de su boca y nariz. La llevaron al vehículo. Sentaron a Rosa entre los dos soldados en el asiento de atrás. Hacía poco que el coche había arrancado cuando le dispararon un tiro a quemarropa.
La noche del 15 de enero de 1919 los hombres del cuerpo de asalto asesinaron a Rosa Luxemburgo. Arrojaron su cadáver desde un puente al canal. Al día siguiente todo Berlín sabía ya que la mujer que en los últimos veinte años había desafiado a los poderosos y que había cautivado a los asistentes de innumerables asambleas, estaba muerta.
Meses después, el 31 de mayo de 1919, se encontró el cuerpo de una mujer junto a una esclusa del canal. Se podía reconocer los guantes de Rosa Luxemburgo, parte de su vestido, un pendiente de oro. Pero la cara era irreconocible, ya que el cuerpo hacía tiempo que estaba podrido. Fue identificada y se le enterró el 13 de junio de 1919.
EL PROFUNDO OPTIMISMO DE UNA REVOLUCIONARIA
Un año antes, en una carta desde la prisión dirigida a Sophie Liebknecht, en la víspera del 24 de diciembre de 1917, Rosa escribía con un profundo optimismo sobre la vida: “Es mi tercera navidad tras las rejas, pero no lo tome a tragedia. Yo estoy tan tranquila y serena como siempre. (…) Ahí estoy yo acostada, quieta y sola, envuelta en estos múltiples paños negros de las tinieblas, del aburrimiento, del cautiverio en invierno (…) y en ese momento late mi corazón con una felicidad interna indefinible y desconocida. (…) Yo creo que el secreto no es otra cosa más que la vida misma: la profunda penumbra de la noche es tan bella y suave como el terciopelo, si una sabe mirarla.”
ASÍ LA RECORDABA CLARA ZETKIN
Clara Zetkin, tal vez quien más la conocía, escribió sobre su gran amiga y camarada Rosa Luxemburgo, compartiendo ese optimismo después de su muerte:
“En el espíritu de Rosa Luxemburgo el ideal socialista era una pasión avasalladora que todo lo arrollaba; una pasión, a la par, del cerebro y del corazón, que la devoraba y la acuciaba a crear. La única ambición grande y pura de esta mujer sin par, la obra de toda su vida, fue la de preparar la revolución que había de dejar el paso franco al socialismo. El poder vivir la revolución y tomar parte en sus batallas, era para ella la suprema dicha (…) Rosa puso al servicio del socialismo todo lo que era, todo lo que valía, su persona y su vida. La ofrenda de su vida, a la idea, no la hizo tan sólo el día de su muerte; se la había dado ya trozo a trozo, en cada minuto de su existencia de lucha y de trabajo. Por esto podía legítimamente exigir también de los demás que lo entregaran todo, su vida incluso, en aras del socialismo. Rosa Luxemburgo simboliza la espada y la llama de la revolución, y su nombre quedará grabado en los siglos como el de una de las más grandiosas e insignes figuras del socialismo internacional.”